Estaba iniciando mi tercer año como estudante ministerial en el West Indies College, en Jamaica. Derek Bignal, mi amigo y colega de estudios, volvió al campus después de las vacaciones de verano y dijo que se había olvidado la valija en el ómnibus en el que había viajado de Kingston a Mandeville. Estaba un poco angustiado, como mínimos, porque en la valija llevaba muchas de sus posesiones, incluyendo dinero.
De mañana temprano, por cerca de dos semanas, Derek se dirigió a la terminal de ómnibus, en Mandeville, tratando de ubicar el ómnibus en el que había dejado su valija, pero no lo encontró. Cierta mañana, mientras esperaba en la terminal, Alice Brantley, una de sus profesoras, salió de su auto, al lado de él. Después de explicarle el motivo por el que estaba allí, ella le preguntó: “¿Usted devuelve el diezmo?”. “Sí”, respondió Derek. “Bien”, dijo ella, “no debe preocuparse por su valija. Dios cuida de ella”. Entonces, Derek volvió al campus del colegio y con confianza declaró que ya no intentaría encontrar la valija. “Doy el diezmo, pronto voy a encontrar mi valija en mi cama”, dijo él.
La fe es la moneda con la cual negocian los cristianos en los caminos de la vida, pero la declaración de Derek de que su valija volvería a su dormitorio y a su cama, en ese momento, parecía más que un acto de fe, porque la tendencia de muchos jamaiquinos es considerar cualquier artículo usable que encuentran como una dádiva del Creador benevolente. Cierta tarde, en el comedor, un estudiante vino corriendo hasta Derek y le dijo con todo entusiasmo que habían encontrado su valija. “¿Dónde está?”, preguntó Derek. “Está sobre tu cama”, fue la respuesta. Dios honró su promesa de derramar bendiciones sobre todos los que son fieles en la devolución del diezmo (Mal. 3:10).
Así como mi amigo Derek, yo también soy diezmador, y devuelvo el diezmo desde que tengo uso de razón. Cuando era niño, mi madre se aseguraba de que devolviera el diezmo de cada regalo que recibía, aunque fuera pequeño. Estoy convencido de que mucho de lo que disfruté y experimenté en la vida fue el resultado de que Dios abriera las ventanas del Cielo y derramara sus bendiciones sobre mí.
“Mutant message down under”, un libro que recibí de un amigo, fue una lectura provechosa mientras hacía un viaje reciente a Jamaica. En ese libro se narra la experiencia de Marlo Morgan, una médica americana que vivió entre un grupo de aborígenes australianos del interior durante aproximadamente cuatro meses. Yendo de lo casi fatal a lo sublime, la experiencia de Morgan en el interior abre la cortina de una civilización “antigua” y provee una visión de las costumbres, creencias y estilo de vida del “Real People” (pueblo real), nombre traducido al inglés del nombre que la tribu se da a sí misma.
La visión del Real People de su relación con la tierra es de que ellos nada poseen y que son meros mayordomos de todo lo que usan. Con frecuencia contamos la historia del sufrimiento de Job con una pasión motivada por la admiración, y es correcto. Pero el secreto de la actitud de Job está en el hecho de que, así como el Real People, él no consideraba nada de lo que poseía como suyo. Reconocía que todo le pertenecía a Dios. Como consecuencia de esa situación desesperante, dijo: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21).
Mi práctica de devolución del diezmo no se basa en llamados hechos por la iglesia o para necesidades de la iglesia, sino en la convicción de que realmente nada tengo y de que Dios es el dueño de todo. Él es el Benevolente Benefactor que provee para las necesidades del Real People, de Job y las mías. Mi diezmo es meramente una expresión de ese reconocimiento. Con esa comprensión, he podido desarrollar una teología “firme”, como en los tiempos de Job de pérdida personal, de adversidades financieras y de otras situaciones desafiantes. “He aquí, aunque él me matare, en él esperaré” (Job 13:15).
“Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno” (Sal. 23:4).
“Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón” (Sal. 27:3).
“Aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado” (Sal. 27:3).
“Cuando el hombre cayere, no quedará postrado, porque Jehová sostiene su mano” (Sal. 37:24)
“Si anduviere yo en medio de la angustia, tú me vivificarás” (Sal. 138:7).
Recientemente conduje una discusión sobre el diezmo en una clase de creyentes nuevos, en mi iglesia local. Pensé que algunos miembros de la clase considerarían el diezmo como un sacrificio muy grande, pero estaba equivocado. Todos se sintieron felices de acatar los principios del diezmo en vez de reclamar de perder un décimo de sus entradas. Ellos me hicieron muchas preguntas como: “¿Puedo dar mi diezmo para alguna buena causa que yo elija?” y “¿Debo devolver el diezmo de mi entrada bruta o líquida?”
En el caso que usted se esté preguntando qué respuestas di a esas preguntas, aquí está lo que yo aconsejé: “Usted no puede dar lo que no le pertenece. El diezmo debe darlo a Dios como un acto de culto y él es quien decide cómo debe ser usado”. En cuanto a la pregunta de la entrada bruta o líquida, le dije al grupo que el principio más importante es la fidelidad. Ya sea que demos el valor bruto o líquido, debemos ser fieles y consistentes al dar. Agregué que los que devuelven el diezmo del valor bruto del salario, no necesitan dar el diezmo de su jubilación, ya que el diezmo fue dado sobre él. Pero, los que devuelven el diezmo de su sueldo líquido, deben prepararse para devolver el diezmo de su jubilación. Todos consiguieron ver la coherencia de esa posición.
El diezmo no es una carga financiera; es un privilegio. Es un privilegio si recnocemos a Dios como nuestro Creador y dueño de todo lo que tenemos. Es un privilegio, si podemos compartir para la obra más importante que hay: la proclamación del evangelio y la redención de los seres humanos. Es también un medio elegido por Dios para librarnos del egoísmo y de nuestro apego a las cosas materiales.
“Dios ha establecido el sistema de la beneficencia para que el hombre pueda llegar a ser semejante a su Creador, de carácter generoso y desinteresado y para que al fin pueda participar con Cristo de una eterna y gloriosa recompensa” (Consejos sobre Mayordomía, p. 17).
Dios promete una bendición muy especial a todos los que son fieles en reconocer su propiedad y soberanía en la forma especificada por él (Mal 3:7-10). En la primera parte de mi caminata cristiana, pensaba que esa bendición vendría en riqueza adicional, pero la experiencia me enseñó que viene de diversas formas. “Conduje por más de 420 mil kilómetros con los neumáticos originales de mi auto”, dijo un colega. “He tenido este traje por más de treinta años y todavía parece nuevo”. Esas son bendiciones especiales. La bendición también puede ser la buena salud, una visión positiva de la vida, nuestros hijos que van bien en la escuela. Usted puede agregar otras.
Mi comprensión del diezmo me llevó a estar de acuerdo con la declaración inspirada de Martín Lutero: “Tuve muchas cosas en mis manos, y las perdí todas; pero todo lo que coloqué en las manos de Dios, todavía lo poseo”. Tarde o temprano perderemos todas nuestras posesiones en la tierra, pero lo que ponemos en las manos de Dios, lo tendremos para siempre.